NOTA DE TAPA: EMPRENDIMIENTOS INMOBILIAIOS EN EL BAJO DELTA
Propiedad privada
Donde había un arroyo, hay dragas. Donde había sauces, hay barro contaminado. Donde había ranchos, hay un terraplén. Las máquinas –retroexcavadoras anfibias, palas mecánicas, tractores– recorren las islas como lentos animales prehistóricos. Parece, esta tierra, una tierra deshabitada. Las islas del Bajo Delta, en el último tramo del Paraná, fueron alguna vez un paraíso. Dicen algunos que volverán a ser serlo, pero de otro tipo: un paraíso diseñado en los 90, que tiene como modelo a Miami y como guardianes, a agentes de seguridad privada.
ANGUILAS. Movimiento de suelos para construir una urbanización cerrada. El terreno se eleva con el barro que se extrae del fondo del río.
Bienvenidos a los barrios privados del Delta: verde artificial implantado sobre las ruinas del verde nativo, lotes de mil metros cuadrados con amarra propia, islas amuralladas y hasta un transbordador para que nadie renuncie, ni siquiera en las islas, a su derecho al coche propio. El Bajo Delta del río Paraná está siendo descubierto por los grandes inversores del mercado inmobiliario. Y los cambios que empiezan a vislumbrarse anuncian tiempos difíciles para la riqueza biológica y cultural de la zona.
El arroyo es, o era, el Anguilas. Primera sección del Delta del Paraná, municipio de Tigre, a apenas 10 minutos de los principales clubes náuticos de San Isidro. Un arroyo con historia y tradición literaria. Es el mismo que solía navegar el escritor Haroldo Conti, desaparecido en 1976, y el escenario donde comienza y se desarrolla Sudeste, novela emblemática del Delta. El Anguilas de fines de los 50, el de Sudeste, era tan angosto que allí resultaba «imposible colocar un muelle». Hoy es ancho y ya no serpea entre juncales: las máquinas lo han rectificado y amplían su cauce, porque pretenden convertirlo en el canal interno de Colony Park, una urbanizacón cerrada de 300 hectáreas.
Las dragas chupan el barro sucio del fondo y lo escupen en las islas. «Movimiento de suelos» es el nombre técnico de la operación. El objetivo es elevar la altura de esas islas, entre el río Luján, el canal Vinculación y el arroyo Pacú, donde se construirán, según los planes de la empresa, cerca de 1000 viviendas de lujo. El 19 de agosto de 2009, la jueza Silvina Mauri dictó una medida cautelar que ordenaba la suspensión de las obras por la falta de la correspondiente declaración de impacto ambiental, decisión que fue apelada por la empresa y ratificada el 3 de diciembre de 2009 por la Cámara de Apelaciones en lo Civil y Comercial de San Isidro. Pero las máquinas siguen allí, moviendo suelo y tierra.
Colony Park se autodefine como el «primer desarrollo de vivienda permanente en una verdadera isla del Delta argentino». Se trata, por cierto, de un extraño modo de ver las cosas. Porque el Delta está lleno de islas de verdad, que son y han sido vivienda permanente de decenas de miles de personas. Ya en el siglo XVI los guaraníes cultivaban esas tierras, y los primeros españoles llegaron a fines del siglo XVII. Pero en el último tramo del XIX, la fertilidad de las islas, alabada por ilustres personalidades de la época, atrajo a numerosos colonos y multiplicó las plantaciones de frutales, sauces, álamos y hortalizas. Veinticinco mil personas vivían allí en 1940, pero muchas emigraron durante la segunda mitad del siglo XX, a medida que declinaba la producción frutícola por competencia de otras regiones.
Pero, aun así, no son islas desiertas las del Bajo Delta, ni siquiera las del arroyo Anguilas. Allí estaban, por ejemplo, hasta agosto de 2008, Antonio Ledesma y su rancho. «Era una casita con todas las comodidades. Rancho, sí; pero lindo. Tenía dos baños, una linda quintita, frutales, gallinas». Ledesma tiene 72 años, nueve hijos y una tristeza que se le nota en la voz y en los ojos. Y cuenta: «Nos arrancaron las casas. Perdí todo. Hasta las maderas, las chapas, las botas. Yo me había ido al pueblo a hacerme curar un problema que tengo en la pierna, y cuando volví, no quedaba nada».
Son alrededor de quince las familias que tenían sus ranchos en el Anguilas. Vivían del junco, de la pesca, de la caza de alguna nutria o algún carpincho. «Economía de subsistencia», dirán los economistas. Y un profundo respeto por el río, sus pulsos de inundación, sus crecidas y sus bajantes. Los isleños no levantan terraplenes ni mueven los suelos. «¿Ve ahí? –señala Gastón Arroyo, otro de los isleños del Anguilas–. Están levantando un terraplén para construir. Si usted viene y levanta un terraplén, toda esa agua no desaparece. ¿Sabe para dónde va? Para los pobres. Ellos rellenan, rellenan, y mandan el agua para otra parte».
«Ahí estaba mi palmera», señala Juan Domingo Presentado. Esa palmera había sido plantada por Manuel Luciano Presentado y Rosalía Mettini, padres de Juan Domingo, hace más de 40 años, en el lugar conocido como isla El Tigre, donde vivió por décadas su familia. Presentado señala un lugar vacío. «Los de la empresa me la arrancaron y la plantaron enfrente, en el vivero que están haciendo –dice–. Ahí llevan a chamuyar a la gente que quiere comprar un lote. Van y les muestran el vivero. Van y les muestran mi palmera». La historia de esa palmera, dice Presentado, es una de las pruebas de que ahí, sobre el Anguilas, estaba su rancho. De que, como dirá más tarde su abogado, Enrique Ferreccio, puede demostrar, al igual que sus compañeros, la posesión pacífica e ininterrumpida del lugar por más de 20 años.
Hechos y derechos
El lanchón avanza por el arroyo que ya no es un arroyo. A bordo van algunos de los nueve isleños que decidieron dar batalla judicial. Han denunciado penalmente a la empresa por usurpación de tierras fiscales y de aguas, daños por estrago y estafa. También reclaman que se declare nula la escritura mediante la cual fueron adquiridas, en 1999, las fracciones de tierra sobre las que se construirá la isla privada. «No hubo transferencia de la propiedad hacia Colony Park, la empresa no tomó posesión, echó a los isleños con violencia, quebrando la paz social, por eso la estamos denunciando por robo, daños y destrucción de sus viviendas. La posesión es la que tienen los isleños y es un hecho que da derechos. Si yo vivo acá, y acá planto y acá tengo la cancha de juncos, y no tengo títulos, pero tengo más de veinte años en el lugar, en forma pública, pacífica e ininterrumpida, y me muevo con ánimo de dueño, tengo la posesión del lugar».
Juan Derganz, el cantor del grupo, resiste con su guitarra, sus dos metros de altura y sus pies descalzos en el rancho rodeado por máquinas y containers. «Yo compré este pedacito de tierra hace 22 años, pero hay gente que está hace más. Los Gadea viven acá hace más de 50. También los Castro. A mucha de esa gente le rompieron el rancho. A mí me ofrecieron 10.000 pesos para que me fuera». Pero Derganz no se fue. Ahí está todavía, en el cruce entre el canal Vinculación y el Anguilas. Ranchito de chapa contra grandes obradores. Canoa celeste, la de Derganz, entre lanchas relucientes con motores de 200 caballos. Un anticipo, quizá, de lo que vendrá: un Delta con diferencias sociales cada vez más marcadas, sin lugar para que los isleños anden sin pedir permiso por la isla del vecino, para que se presten la canoa, la hoz, los remos, lo que haga falta.
En el arroyo Anguilas, aguas sobre las que debería regir el principio de libre navegación, funcionarán las marinas del complejo. La seguridad estará a cargo de la Prefectura, los controles de acceso y egreso serán mediante tarjeta magnética y habrá un circuito cerrado de televisión. Lo mismo está pasando ya en otras zonas del Delta, donde ya se han terminado de construir barrios cerrados. «Le piden los documentos y si no es propietario, no lo dejan pasar», cuenta Ledesma.
«Propietario» es una palabra compleja en la zona. La informalidad del mercado de tierras es fuente permanente de conflictos. Un problema agravado por la propia dinámica de crecimiento del Delta, que avanza en forma constante sobre el Río de la Plata, con nuevas islas y bancos formados por el depósito de los sedimentos que arrastra el río.
Así como los isleños del Anguilas no son los únicos que han debido abandonar sus tierras por el avance de grandes empresas, Colony Park no es el único megaemprendimiento que se está desarrollando en la zona. Martín Nunziata, vecino del arroyo Carapachay, cronista e historiador amateur del Delta y su gente, enumera algunas: «Santa Mónica, Isla del Este, Alba Nueva, Santamaría de Tigre, Poblado Isleño... Pero todo empezó con Nordelta, la gran ciudad privada, que no está en las islas sino en el continente y fue convertida en localidad, por decisión del Concejo Deliberante de Tigre, en 2003. Nordelta, como todos los barrios cerrados de Tigre, está sobre el valle de inundación. El río respira, su nivel baja y sube dos veces por día por la marea astronómica. Y a esto hay que agregarle las sudestadas, que son también periódicas, que traen el agua del océano, pero el agua no va solamente al Delta, va también a lo que se llama los valles de inundación, que son las zonas que la naturaleza tiene previstas para que el agua se aloje cuando suceden estos pulsos. Si al agua le ponés una resistencia, si empezás a levantar el suelo, el agua se va a alojar en otra parte: es física pura».
El nuevo Tigre
El crecimiento de las urbanizaciones cerradas, un fenómeno que caracterizó a toda el área metropolitana de Buenos Aires en la los 90, tuvo en Tigre una particularidad: la mayoría de los nuevos barrios se edificaron sobre tierras inundables. La superficie, estima el geógrafo Diego Ríos, creció casi veinte veces en una década. «Mientras que en 1991 había 166 hectáreas ocupadas, en 2001 alcanzaban las 3313», señala.
Este proceso fue tan rápido y notable que el «caso Tigre» se convirtió en objeto de estudio de distintas disciplinas. Geógrafos, biólogos, sociólogos y urbanistas llegaron, desde distintas perspectivas, a conclusiones similares. La urbanización produjo la alteración de importantes funciones ambientales de la zona –camuflada por un discurso que apela al verde y al aire puro como argumentos de venta– y estuvo orientada a sectores de ingresos medios y altos. El Estado intervino con obras de infraestructura y dejó en manos del mercado importantes decisiones en materia de desarrollo urbano. El artífice de lo que se daría en llamar «el nuevo Tigre» fue el intendente Ricardo Ubieto, que estuvo al frente del municipio en 1979, durante el gobierno de Jorge Rafael Videla, fue electo en 1987 y permaneció en el cargo hasta su muerte, en 2006.
Una imagen sintetiza el espíritu de aquellos tiempos: Ubieto paseando por la costa con David Rockefeller, quien pretendía construir allí tres supertorres, un hotel de lujo y un shopping. Intendente y magnate se mostraban algo preocupados por el color negro y el olor igualmente oscuro del río que tenían delante: el río Tigre, uno de los brazos en los que se bifurca el Reconquista antes de verter sus aguas en el Luján. «Ubieto prometió solucionar el problema, pero lo que hizo no solucionó nada –recuerda Nunziata–. Se desvió gran parte del cauce del Tigre, a través del canal Aliviador, aguas arriba del río Luján. Los que vivimos en la isla, ese día, el 5 de agosto de 2000, vimos cómo el agua, literalmente, se ponía negra y despedía un olor horrible. Toda la contaminación fue desviada hacia el Delta, pero a los inversores les garantizaban que en el centro, el agua del río Tigre no se iba a ver tan sucia. Ubieto venía promoviendo estos negocios, garantizándoles a todos los inversores lo que él llamaba seguridad jurídica, es decir, la garantía de que sus proyectos no iban a ser amenazados por las personas que viven acá y que dicen no, no queremos esto, como ocurre ahora con Colony Park».
El intendente lo decía sin pudor: «Hemos abierto la inversión para cambiar el sistema que existía. Porque si no hubiéramos tomado la determinación de facilitar la inversión de los barrios y los emprendimientos particulares, y con tantas superficies desocupadas, Tigre podría haber sido una desgracia, una gran villa de emergencia como Moreno».
El actual intendente, Sergio Massa, no tiene, al menos en los discursos, una orientación tan clara. Ante ciertos auditorios, como ocurrió en la última celebración del Día del Isleño, asegura ser «un defensor del Delta como espacio natural y del estilo del isleño como estilo de vida». Pero no dice lo mismo en otros foros. En agosto de 2009, frente a empresarios del sector inmobiliario, el ex jefe de Gabinete presentó su «Master Plan» de inversiones para el Delta e intentó convencer a su auditorio de que Tigre es «un municipio seguro en materia de inversión». «Vine para decirles –aseguró Massa– que a 15 minutos de Buenos Aires hay un lugar, 150 kilómetros cuadrados de continente, 220 kilómetros cuadrados de isla, con posibilidad de desarrollo inmobiliario, de desarrollo hotelero. Vengan a invertir, fijamos reglas claras, queremos que inviertan porque con inversión hay crecimiento y con crecimiento hay trabajo para nuestros vecinos».
Esos 220 kilómetros cuadrados de isla son un imán para inversores, pero también forman parte de un ecosistema que hay que proteger. Y un tipo peculiar de ecosistema, denominado humedal (ver recuadro), cuya importancia está siendo revalorizada en todo el mundo. Estados Unidos y Europa gastan miles de millones de dólares y euros en recuperar sus humedales, que han sido degradados por la actividad humana y considerados, durante mucho tiempo, tierras improductivas.
El Delta, uno de los grandes humedales de la Argentina, está amenazado. No sólo por emprendimientos inmobiliarios agresivos. También por la ganadería intensiva, la extensión de la frontera agrícola, las grandes áreas de producción forestal, las obras de infraestructura, los incendios intencionales, los endicamientos, drenajes y demás métodos para «secar» una zona naturalmente inundable. Todo eso sumado a la ausencia de políticas de protección y uso sustentable del ecosistema.
El del Paraná es el único gran delta del mundo que está creciendo –se calcula que 70 metros por año–. Brinda innumerables servicios ecológicos. Filtra el agua, amortigua sus excesos, es refugio de biodiversidad y hábitat de especies amenazadas. Tiene paisajes diversos, bosques, monte, pastizales y praderas; nutrias, ciervos y carpinchos. Y tiene gente. Gente que vive en islas de verdad, mientras otros llegan del continente para fundar, como si llegaran a una tierra deshabitada, sus islas de la fantasía.
Marina Garber
Pablo Bergel
«Un Estado debilitado»
Pablo Bergel es director de Calidad de Vida del Instituto Nacional de Tecnología Industrial (INTI) y está trabajando, junto con los isleños del Anguilas, en un proyecto para desarrollar cadenas de valor y preservar sus modos de vida y su hábitat. En la isla Esperanza, sobre el arroyo La Paloma, junto al galpón –espacio comunitario de usos múltiples– que están construyendo los isleños con su trabajo y los materiales aportados por el organismo, cuenta cómo empezó esta relación: «Se acercó un grupo de pobladores del arroyo Anguilas solicitando apoyo del INTI ante la destrucción de su hábitat, de sus casas, de sus sembrados, por parte de un emprendimiento inmobiliario. A raíz de eso, se han quedado sin casa y sin medios de subsistencia. Y se acercaron pidiendo asistencia para encontrar formas de producir.
–¿Cuáles eran sus medios de subsistencia?
–Son pescadores, junqueros, tenían plantaciones, frutales, que les fueron arrasados, pero sobre todo son junqueros. Decidimos empezar con el junco y estamos construyendo este galpón para darles capacitación. También vamos a aportar la maquinaria para agregarle valor al junco.
–Situaciones similares a ésta, una gran empresa que está conflicto con los pobladores y pone en riesgo su subsistencia, se da también en otros lugares del país...
–Creo que hay un modelo económico hegemónico no sólo en el país sino en el mundo, dominado por el mercado y por el principio de la renta, que lleva a la concentración en pocas manos y en grandes capitales, con megaemprendimientos que avanzan a costa de la producción local, el medio ambiente, las poblaciones, que quedan desocupadas y expulsadas y que se terminan agolpando en las grandes ciudades en condiciones indignas. El INTI propugna un modelo diferente, de desarrollo descentralizado, en función de la satisfacción de las necesidades alimentarias, vestimenta, hábitat, de las poblaciones. Un modelo compatible con el medio ambiente, aprovechando las materias primas locales y creando eslabones de valor. En este caso, se trata de la cadena del junco, pero podría ser la pesca o cualquier otra actividad.
–¿Cómo evalúa el papel del Estado en este conflicto?
–El Estado no es una sola cosa, el Estado es el gobierno nacional, pero también las universidades, los municipios, el propio INTI es parte del Estado. Evidentemente, el Estado está muy debilitado por toda la etapa neoliberal que tendió a privatizar, a debilitar los organismos de control, a debilitar la capacidad de iniciativa. Esto es evidente en las últimas tres décadas y es parte de una política deliberada que empezó en la dictadura militar y por la cual organismos como las universidades, como el INTA (Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria), como el INTI, fueron extremadamente debilitados. Sin embargo, también depende de la voluntad de las conducciones de cada organismo y de los profesionales que hay en ellos de tratar de revertir esta situación. Nosotros estamos acá.
–Daría la impresión de que los gobiernos de las distintas jurisdicciones están dejando hacer.
–Llama la atención que después de tanto tiempo de una intervención por parte de una empresa, de un emprendimiento que quiere ser un gigantesco negocio inmobiliario, que están trabajando con dragas, con retroexcavadoras, modificando completamente el humedal que es el Delta, ninguna autoridad haya intervenido, o al menos no haya intervenido con suficiente vehemencia. El INTI es la pata tecnológica, es el brazo tecnológico a disposición de un Estado que quiere ser activo y de las partes del Estado que quieren ser activas y jugar el rol que les corresponde y, desde ya, también a disposición de los grupos de ciudadanos que se organicen para hacer valer sus derechos. No impartimos justicia, no tenemos poder de policía, no es nuestro rol ni nuestra vocación.
Patricia Kandus
Para qué sirve un humedal
En el tema de humedales no hay una larga trayectoria de saberes. El mundo estaba acostumbrado a pensar en ecosistemas terrestres o acuáticos, y hace aproximadamente dos décadas, se empieza a hablar de los humedales, que son esas tierras que siempre se consideraron marginales, fangosas, a las que no se puede entrar con lancha ni transitar con camiones», explica Patricia Kandus, doctora en Ciencias Biológicas y reconocida especialista en humedales. Aún hoy, en algunos ámbitos y en no pocos países, sigue vigente esa idea: que es necesario «modificar la condición de los humedales, convirtiéndolos en sistemas terrestres o en acuáticos».
–¿De qué manera se lleva a cabo esa transformación?
–Se puede usar tecnología para convertir el humedal en un sistema terrestre: canales de drenaje, terraplenes, pólderes o diques. La otra posibilidad es llevarlo a un ecosistema acuático: lo transformo en un lago o laguna. En ambos casos, se pierde la condición de humedal. Cualquier ecosistema tiene ciertas funciones que permiten ofrecer múltiples bienes y servicios a la sociedad, pero cuando se suprime el humedal, aquéllos se pierden.
–¿Cuáles son esos servicios?
–Los humedales cumplen, por ejemplo, un rol de regulación de las crecientes y de amortiguación de la velocidad del agua. Si el agua va encajonada por un río, viene con cierta velocidad, pero cuando desborda, pierde energía cinética, pierde energía erosiva, deposita sedimentos, esos sedimentos traen nutrientes que necesitan las plantas. También es importante la vegetación que está sobre las islas, sobre todo la vegetación herbácea. En general, la gente ve un bosque y dice qué lindo, pero cuando ve un pajonal le parece horrible. Pero los pajonales tienen el rol de absorber nutrientes y de filtrar sustancias tóxicas, y son reguladores de inundaciones y de sedimentos. Los pajonales del Delta tienen una altísima capacidad de fijar carbono, que queda almacenado en el suelo. Si vos secás el suelo, ese carbono se pierde y se emite a la atmósfera como dióxido de carbono.
–¿Cuál es la situación actual de los humedales en el mundo?
–Históricamente, los países fueron perdiendo la mayor parte de sus humedales; hay estados de Estados Unidos que perdieron el 90% de sus humedales. Sin embargo, con el tiempo se fue reconociendo el verdadero valor de estos ecosistemas. Y hoy EE.UU. y Europa invierten millones de dólares en restaurarlos. ¿Por qué? Porque ningún ecosistema terrestre tiene la capacidad de filtrar agua, por ejemplo. Hay toda una línea de investigación dedicada a la valoración económica de los ecosistemas. Lo que ocurre con los humedales es que los beneficios que ofrecen a la sociedad se ven a largo plazo o son aprovechados por sectores sociales que no pertenecen al núcleo de poder. Por ejemplo, la gente marginal que aumenta el contenido proteico de sus comidas porque caza carpinchos o nutrias. Vivir en un lugar como el Delta tiene sus costos y sus beneficios: la tierra es barata o nadie me dice nada si pongo mi casilla, a lo mejor corto juncos y los vendo por unos pesos, pero eso no me alcanza para vivir. Entonces cazo nutrias, carpinchos, pesco... Eso, en la economía, en los grandes números, no se ve, en cambio, si aumentás la superficie agrícola, se nota en el producto bruto interno. Además, suele existir una mirada peyorativa sobre los modos de producción alternativos que se desarrollan en estas áreas.
–¿Hay conciencia en nuestro país sobre el valor de los humedales?
–Muy poca. En general, en los países del tercer mundo, hasta hace muy pocos años, la mayor parte de los humedales estaban en un buen estado de conservación, quizá más por omisión que por decisión. Nuestro problema no es restaurar sino conservar, usar de buena forma, de forma sustentable, usar el humedal como tal y no como sistema terrestre.
–No es lo que ocurre con los barrios que se construyen en zonas inundables...
–Cuando el área de valle de inundación, por ejemplo, del río Luján, se eleva para hacer barrios privados, ¿a quién inunda? Al de al lado, seguro a quienes tienen menos recursos. La zona de Escobar, el dique de Luján, es una zona muy baja; era la antigua costa del mar. Ahí están haciendo barrios privados. Esa superficie hacía que se filtraran parte de los contaminantes. Hoy, con los barrios privados, el río parece una cañería que inunda al desprotegido.
–¿Es un problema social más que ecológico?
–Es muy difícil saber dónde está el límite de lo que uno puede pensar como técnico y lo que puede pensar desde su compromiso social. En una cuenca de la magnitud de la del Paraná, las evaluaciones del impacto ambiental de un emprendimiento como Colony Park pierden significado si no se piensan en el contexto de un ordenamiento territorial. El tema es: ¿cuál es el modelo de desarrollo? ¿Cuál es el plan de ordenamiento territorial? Creo que aun lo hay y esto es aprovechado por oportunistas que hacen negocio o especulan con el desconocimiento de la sociedad y sus autoridades. No se pueden pensar estas actividades fuera de un ordenamiento territorial, fuera de una planificación regional bajo un modelo inclusivo, donde tiene que participar la sociedad en su conjunto.
–Estos emprendimientos suelen recurrir a un discurso «ecologista»: se habla del verde, de la vida al aire libre...
–La palabra ecológico ha sido muy bastardeada. Un ejemplo: la contaminación que viene por el Reconquista o desde el polo industrial de Rosario. Ninguna de las ciudades que derrama sobre el Paraná tiene tratamiento de efluentes, todo se derrama al río, desde las cloacas hasta las industrias. Los metales pesados se depositan en el fondo. Cuando dragan y tiran el barro para rellenar estos emprendimientos, rellenan muchas veces con el barro del fondo. Sería interesante analizar la composición de esos barros y a lo mejor encontraríamos una buena parte de la tabla periódica. Sería cuestión de hacer evaluaciones de bienes y servicios ambientales que se ganan y se pierden, y además, quién gana y quién pierde con estas obras.
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